Las vacunas protegen hoy al 86% de la población mundial y, según los datos de la OMS, evitan la muerte de dos millones de personas al año, especialmente niños y niñas. Gracias a las vacunas hemos logrado erradicar una enfermedad tan terrible como la viruela, y muchas otras han desaparecido de nuestras vidas.
Pero la súplica de Roald Dahl sigue vigente porque el rechazo a las vacunas no ha dejado de crecer, especialmente en los países más ricos. Solo en Europa los casos de sarampión se multiplicaron por cuatro en 2017, causando 35 muertes. La difteria y la tos ferina vuelven a causar víctimas y si esta tendencia no se revierte, volveremos a ver en nuestros colegios los estragos de la polio.
Resulta difícil imaginar el dolor de una persona que pierde un hijo por negarle la protección que proporcionan las vacunas. Pero más allá de los sentimientos de compasión y de rabia, conviene reflexionar sobre los motivos de su obstinación, su ignorancia y su miedo. En particular, debemos analizar el papel que están jugando los activistas del movimiento antivacunas, cada vez más organizado.
El poder del debate social
¿Qué mecanismos tiene la sociedad para defenderse del peligro que suponen? ¿Podemos exigirles alguna responsabilidad por las consecuencias de sus actos? ¿Qué relación hay entre el rechazo creciente a las vacunas y la proliferación de terapias que nunca han demostrado su efectividad y que en ocasiones se dispensan al amparo de los propios colegios oficiales de médicos y farmacéuticos?
En A Coruña hemos vivido estos días un par de situaciones que ejemplifican los términos en los que se está produciendo este debate. Por una parte, un hotel de la ciudad decidió atender a las protestas de muchos ciudadanos y canceló una conferencia de Josep Pàmies, un empresario agrícola que, entre otras cosas, incita a sustituir los tratamientos de quimioterapia por una combinación de plantas medicinales y lejía.
Unos días más tarde el Ayuntamiento anunciaba en rueda de prensa el patrocinio de BioCultura, una feria que suma 75 ediciones entre Sevilla, Valencia, Bilbao, Barcelona y Madrid, donde en noviembre del año pasado ocupó dos pabellones del recinto de IFEMA con más de 800 expositores y 74.500 visitantes.
Poco después de la presentación el Ayuntamiento comenzó a recibir quejas porque, junto a talleres de compostaje, cooperativismo energético o comedores escolares sostenibles, la feria programaba varias charlas impartidas por reconocidos activistas del movimiento antivacunas. Al día siguiente la organización de la feria aceptó la demanda municipal de retirar estas charlas, aunque otras sobre los peligros de las redes WIFI, las bondades de la geometría sagrada (sic) o la medicina cuántica (sic) se mantienen en el programa.
Estos casos demuestran que tanto empresas privadas como administraciones públicas son sensibles a las críticas y saben reaccionar ante las protestas en las redes sociales y los medios de comunicación. Se demuestra así que el debate público sigue siendo una herramienta eficaz para achicar el espacio social a quienes instigan el rechazo a las vacunas, y al mismo tiempo ayuda a informar al público de los beneficios de la vacunación.
Ir más allá y pretender que la apología antivacunas se convierta en un delito contra la salud pública parece más efectivo, pero esta opción no está exenta de riesgos. En primer lugar porque consolidaría el discurso victimista y conspiranoico que tan convincente le resulta a una parte de la población. Pero, sobre todo, porque supondría añadir un nuevo límite al derecho a la libertad de expresión.
Paralelamente, la programación de estos actos en el marco de eventos cuyo objetivo es “promover la agricultura ecológica y la alimentación sana como base para una sociedad más justa y respetuosa con el medioambiente” nos invita a analizar el rechazo a las vacunas en el marco de un contexto más amplio. El interés de amplios sectores de la sociedad por el consumo de productos más “naturales” y menos contaminantes ha dado lugar a un pujante sector económico que goza de reconocimiento oficial y está regulado por normativas específicas.
Es precisamente en este ambiente (ferias “eco”, tiendas de productos “orgánicos”, etc.) donde confluyen sin aparente contradicción alimentos producidos con criterios de responsabilidad medioambiental con pseudoterapias y productos milagrosos que nunca han demostrado su efectividad. Como era de esperar, también encontraremos aquí los mayores índices de rechazo a los cultivos transgénicos, que por más que superen todas las exigencias de seguridad alimentaria, siguen experimentando en Europa una fuerte oposición.
La ciencia está muy lejos de poseer el monopolio de la razón, e incluso allí donde las evidencias proporcionadas por el método científico son incuestionables (las vacunas protegen de enfermedades, el tabaco provoca cáncer y este no se cura con lejía) necesitamos de consensos sociales para traducir estos hallazgos en normas que todos podamos cumplir.
Aurora Cancela Pérez, periodista, licenciada en Ciencias de la Información y vecina de Colmenar Viejo. Es redactora en Crónica Norte desde 2017. Apasionada de la información local y los viajes.
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