Sentirse solo no siempre se nota desde fuera, pero deja huella por dentro. Un estudio liderado por universidades españolas ha seguido durante 12 años a miles de adultos y ha confirmado una realidad silenciosa: una de cada diez personas vive con una soledad persistente que condiciona su bienestar emocional y su salud.
No hace falta estar completamente aislado para sentirse solo. A veces, basta con vivir sin compañía, haber perdido a una pareja o sentirse desconectado de la vida que nos rodea. Así lo confirma un estudio en el que participa la Universidad Complutense de Madrid, junto con la Universidad Autónoma de Madrid, el Parc Sanitari Sant Joan de Déu y el CIBER de Salud Mental, que ha seguido durante doce años a más de 4.500 adultos para observar la evolución de la soledad en España.
Los resultados son contundentes: el 12,14 % de los participantes mostraron niveles de soledad moderada o alta, una vivencia que fluctúa pero no desaparece. El resto, el 87,86 %, se mantuvo en niveles bajos o inexistentes de soledad. La investigación, publicada en Journal of Affective Disorders, subraya que esta emoción no es estática, sino que puede transformarse con el tiempo… para bien o para mal.
El lado invisible de los datos
Detrás de cada cifra hay historias de personas que quizá no lo cuentan, pero lo sienten. El estudio reveló que tener ciertas características aumenta el riesgo de caer en ese grupo vulnerable: vivir solo, ser viudo o separado, no haber estado casado, ser migrante, sufrir depresión, ideación suicida, quejas de memoria o aislamiento social.

A menudo, estos factores se entrelazan, generando un círculo del que resulta difícil salir sin ayuda. Y es precisamente esa ayuda —humana, cercana y continua— la que marca la diferencia. Porque cuando se cuenta con apoyo social, confianza en los demás y un buen nivel de satisfacción con la vida, el riesgo disminuye.
La soledad es un problema de salud pública
Los autores del estudio insisten: la soledad no es una cuestión menor. Es un problema de salud pública. Y lo es no solo por sus consecuencias emocionales, sino también por su impacto en la salud mental y física a lo largo del tiempo.
Blanca Dolz del Castellar, investigadora de la Universidad Autónoma de Madrid y primera firmante del artículo, lo explica de forma directa: “Identificar grupos de personas en riesgo y factores modificables que la agravan o la mitigan es clave para desarrollar políticas efectivas de evaluación, prevención y apoyo”.
Estrategias personalizadas, sensibles a las circunstancias vitales de cada persona, se vuelven imprescindibles. Porque lo que funciona para unos, no funciona para todos.
Mirar más allá del individuo
Elvira Lara, investigadora del Departamento de Personalidad, Evaluación y Psicología Clínica de la UCM, recuerda la necesidad de ampliar la mirada. La soledad no depende únicamente de decisiones personales o del estado de ánimo de alguien. Hay entornos, relaciones y contextos que también influyen.
Por eso, apunta a la importancia de incluir en futuras investigaciones los llamados niveles meso, exo y macrosistémicos, que hasta ahora han sido menos explorados. Es decir: analizar cómo influyen los barrios, las ciudades, las políticas públicas o la propia estructura social en la sensación de soledad.
Una llamada a la acción, sin cifras ni alarmas
Este trabajo no pretende solo contabilizar a quienes se sienten solos. Quiere hacer visible una experiencia que, aunque compartida por millones, rara vez se verbaliza. Ponerle palabras, matices y contexto. Invitar a pensar qué podemos hacer como individuos, como sociedad y como instituciones para que esa cifra del 12% no crezca.
La soledad no siempre se elige. A veces, simplemente ocurre. Pero con la atención adecuada, también puede cambiar.










